A principios del Siglo 17 en el pueblo de Buga, Colombia, sucedió que una indiecita lavaba las ropas de una familia rica a la orilla del Río Guadalajara. Ella tenía el alma llena de Cristo, según lo había aprendido de un misionero. Soñaba con comprar una imagen del Cristo Crucificado. Trabajó incansablemente hasta ahorrar setenta reales que era el valor de la imagen. Tenía ese dinero escondido en su regazo y lo cuidaba con mucho celo.
Mientras lavaba sintió los pasos de los guardias y vio que llevaban preso a un pobre hombre, padre de familia, que no había podido pagar setenta reales. Al ver la triste situación, la indiecita pagó la deuda del hombre con el dinero que tenía guardado para comprar su imagen. Devolvió la libertad a ese otro Cristo pobre y detenido. El hombre volvió a su choza y a su trabajo y la indiecita siguió lavando ropa en el río.
Un día, mientras lavaba, vio bajar en la corriente del río una pequeña imagen de Cristo. Llena de alegría, llevó la imagen a su casa. Mientras dormía sintió unos golpes que la despertaron, encendió la luz y observó que la imagen del Cristo había crecido. La noticia se riega. Los vecinos se acercaban a la choza a ver el Cristo de las Aguas, como le llamaban al principio y a demostrar su cariño por los milagros que relataban.
El Obispo de Popayán se enteró y por temor a los cuentos de brujas, ordenó que lo quemaran y que desaparecieran la imagen deteriorada. El fuego no tocó la imagen, la puso a sudar copiosamente. La gente recogió el sudor en copos de algodón y con eso sanaron sus males y las heridas de su corazón. Dice la historia que en el año 1665, doña Luisa de la Espada, hija de unos de los patriarcas de Buga, aseguró bajo juramento que la imagen arrojada al fuego no se quemó. Otros testigos también juraron sobre las curaciones realizadas por la devoción al Santo Cristo.